No hay música más social que la música de los grandes compositores

Estimo que más personas recuerdan las primeras notas de la quinta sinfonía de Beethoven que casi cualquier melodía folclórica. Ese «ta ta ta táaaa» habita por si mismo en la memoria colectiva de cualquier época y nacionalidad de nuestros días. La música de Beethoven, así como la de Bach, Haydn o Mozart, trasciende el contexto de la vida de sus creadores. El fenómeno folclórico, por el contrario, nace de los valores intrínsecos a la tradición, la geografía y las características de una cultura concreta, que componen lo que podríamos llamar el “sabor local”. A pesar de su inmediatez, la música folclórica se ve limitada a su lugar de origen y nos invita a apreciarla de acuerdo con referentes culturales específicos. La gran música nace libre, sin cadenas, y por encima de las circunstancias del lugar y el tiempo de donde surge. La gran música fluye por los aires sin necesidad de traducción o de cualidades plásticas, visuales.

Llamamos «clásico» a aquello que trasciende las particularidades de su tiempo y de su espacio. Probablemente, la fuente de este fenómeno sea la belleza de la obra misma, como la energía que le es propia a una estrella. El arte es el orden que el artista encuentra, el «orden único», la «armonía». De entre las artes, la más etérea es la música. Inaprensible, quizá sea el arte más propicio a convertirse en «clásico». El compositor, en su frágil mortalidad, tiene la posibilidad de escapar al tiempo por medio de la gracia sagrada de la belleza, y con ello crear, a partir de elementos eternos, una obra que encamina el alma humana hacia lo inmortal.

La música, como la poesía, es un arte primordialmente temporal, requiere del transcurrir del tiempo para captar su conjunto. La belleza en música se capta por medio de la suma de instantes que transcurren de compás en compás, de movimiento en movimiento, como el verso medido. Asimismo, la música escrita se emparenta con las artes plásticas, en cuanto a que además tiene atributos espaciales, la partitura es admirable a la vista, como un cuadro, y comprensible como un libro.
Así como una biblioteca resguarda escritos, una orquesta sinfónica recrea documentos sonoros, composiciones musicales que representan algunos de los mayores logros humanos. Como por ensalmo o hechizo divino, cada concierto da vida una y otra vez a obras maestras.

Las grandes obras musicales tienen la cualidad de alojarse en la conciencia colectiva, de llegar a todo tipo de personas y quedarse a habitar allí. «Clásica» no es la obra que se escucha con mayor frecuencia, sino la que persiste por mayor tiempo en la memoria de generaciones. Más que de difusión, se trata de permanencia. Desde este punto de vista, la música de los grandes compositores es la música más social, pues pervive en el entendimiento sensible de los hombres. Por esta razón, es de suma importancia darla a conocer en las más variadas geografías, porque a dónde quiera que llegue se quedará.

Un año que llega a su fin es también la puerta hacia un nuevo ciclo. Por segundo año rendimos homenaje “por privación” a la música de concierto. Hoy en cambio, comenzamos a reunirnos en los teatros, aún con las precauciones sanitarias pertinentes. No recordábamos la plena resonancia de un acorde orquestal vivo, ni el milagro de un público que sincroniza sus almas cuando se congregan en un acuerdo que se hace evidente en la última música compuesta de aplausos. Este fenómeno no puede ser transmisible por ninguna tecnología, y sólo es conocido con la experiencia misma. Es deseable que, al comienzo del tercer año de pandemia, la música presencial no vuelva sola, que regrese acompañada por una mayor conciencia y un mayor entusiasmo de los artistas y del público.

 

 

—De música se habla sin bemoles—