Explorar el arte es explorar al hombre

 

Durante la pandemia dio inicio lo que he querido denominar “metamodernidad”, una era nueva donde el hombre empieza a sentirse convencido de habitar un entorno inédito, que no distingue lo material y lo inmaterial, donde la “realidad tangible” y la “realidad virtual” tendrán una relevancia similar.

La pandemia fue uno de los aceleradores para la metamodernidad a la que me refiero, aquella que no sólo prepara la construcción de una escenografía digital que nos impele hacia una forma distinta de concebir la realidad, sino que normaliza la paradoja sobre la que probablemente descansará la segunda parte del siglo XXI, donde un decorado informático será la casa imaginaria del ser humano. No obstante, bajo un perspectiva general, el hombre metamoderno, aun equipado tecnológicamente, no ha sido muy distinto al de los últimos milenios. No es dificil pensar en el hombre contemporáneo como un antiguo griego que se transporta en metro; un romano que cocina con utensilios sofisticados, o un cruzado medieval que cabalga en automóvil y empuña como arma de superviviencia un teléfono inteligente. 

En “El fin de la modernidad” (1985), Gianni Vattimo consideró que “también la ténica es fábula, es saga, mensaje transmitido… El nihilismo acabado… nos llama a vivir una experiencia fabulizada de la realidad, experiencia que es también nuestra única posibilidad de libertad”.

A partir de esta idea, volver a explorar las propiedades del arte es inevitable. El quehacer artístico es condición de posibilidad para una forma de libertad. Mediante la fábula, el relato y los distintos mundos fantásticos del arte, el hombre se trasciende a sí mismo. Desde tiempo inmemorial, el arte, aún en sus manifestaciones más primitivas, ha llevado al ser humano a vislumbrar metarealidades. No se trata de la efímera ensoñación que puede producir una campaña publicitaria o un discurso político, sino de la sabia alegoría que devela verdades a los ojos de la conciencia humana. Mediante la fábula, el arte hechiza al objeto material, lo colma de nuevas propiedades. Junto al objeto “fabulizado”, el objeto “no-fabulizado” luce banal. Después de adentrarse en la perspectiva artística, es imposible ver el mundo como antes. El arte es como el cuestionamiento del niño que, desde su estado de pureza, interrumpe con su aguda inocencia el automatismo en que dormita el adulto.

Así, el hombre de todos los tiempos ha vivido la metaexperiencia de estar y de no estar, de habitar simultaneamente una realidad “fuera de sí” y otra “en sí”. El hombre de hoy se halla preparado para el nuevo siglo porque ha vivido siempre la “virtualidad”, la cual, en tanto fantasía, le es inherente.

En la era metamoderna, el hombre vive resguardado en la esquina de la tecnología y de la información. Ha sido relegado a ese rincón ante la ausencia de certidumbre. Desea escapar y busca ser encantado. Sin embargo, se trata del mismo ser humano de siempre.

Hace más de medio siglo, la interconexión tecnológica nos llevó a creer en la posibilidad de un planeta “globalizado”. En 1962, Marshall LcLuhan hablaba de la “aldea global”, sugiriendo que la comunicación global haría del planeta un lugar más manejable. Para muchos se trataría de una sociedad que caminaría hacia la homogeneización del pensamiento. 

A partir de estas nuevas realidades da inicio el proceso de un nuevo pensamiento global, un pensamiento en el que conviven opiniones opuestas. A pesar de las dicotomías entre distintas mentalidades, se trata de un pensamiento colectivo, ya que las ideas, por contrastantes que sean, son vertidas en la misma canasta informática de la internet. La interconexión ha permitido el intercambio de información entre puntos geográficos lejanos, aunque dicho intercambio raramente signifique diálogo. Para el diálogo es necesario apertura con el otro, para la reflexión profunda es necesario el tiempo con uno mismo. El mundo intercontectado no necesariamente nos aproxima. Nos entera de todo y de nada.