A lo largo de la historia, diversos confinamientos llevaron a grandes espíritus humanos a producir algunas de las mayores contribuciones que nuestra especie ha conocido: obras plásticas, literarias y musicales, descubrimientos científicos y agudas reflexiones teóricas. Todo esto fue producto del esfuerzo realizado durante situaciones sumamente limitantes, como pestes, hambrunas, guerras y cautiverios, lo que impulsó a distintos personajes a sobrellevar el encierro o la carencia de recursos, con resultados asombrosos.

En 1348, durante la peste negra, Bocaccio escribió su Decamerón, «cien relatos que corren a lo largo de diez días de aislamiento en medio de una peste». Así, diez personajes plantean sugerencias sobre el qué hacer con el tiempo libre propio de las circunstancias. En 1593, durante el segundo brote de la época Isabelina, Thomas Morley escribía sus canciones, y en 1606, en un inesperado rebrote de la enfermedad, se piensa que Shakespeare creó tres de sus tragedias cumbre: El rey Lear, Antonio y Cleopatra y Macbeth. A la llegada de la Gran peste de Londres entre 1665 y 1666, Newton trabajó en lo que sería la base del cálculo y sus teorías sobre óptica, mientras jugaba con prismas de luz en la obscuridad de su habitación. En el mismo año, el compositor John Blow escribía conjuntamente con Humfrey y Turner The Club Anthems. En 1890, en medio de la Gripe Rusa se estrenaba la ópera el Príncipe Igor de Alexander Borodin, recién completada por Rimsky-Korsakov y Glazunov. El pintor noruego Edvard Munch, autor de El grito, creó su Autorretrato tras la influenza española al contraer la enfermedad, pintura que lo muestra postrado por el virus, envuelto en tonos enfermizos y pálidos, al tiempo que Giacomo Puccini terminaba su ópera Gianni Schicchi.

En 2020 faltó la divulgación de ejemplos virtuosos, pero también en 2019 y en años anteriores. Especialmente ahora, que era lo más propicio, tampoco se habló de ellos, salvo valiosas excepciones. Hablo de dar a conocer hechos que nos muestren vías más inspiradoras y por tanto eficientes, a fin de afrontar una crisis como la que nos ocupa.

Por supuesto es esencial y urgente ser claro acerca del qué no hacer, de las medidas restrictivas a tomar, a fin de combatir, por ejemplo, la propagación de una bacteria o de un virus. El desequilibrio ocurre en un contexto en el que la negativa es lo único que se hace escuchar, la cual, sin el acompañamiento de un prototipo a seguir, es tan estéril como puede pensarse y resulta, más aún, en generador de ciertos trastornos. En una crisis sanitaria, y por tanto social, el ejemplo inspirador es la punta de lanza relegada por la mayoría de los agentes comunicadores en su repetitivo y monotemático discurso de cifras inquietantes y errores reprochables.

Efectivamente, un modelo atrayente propicia cambios de conducta masivos de un modo más orgánico que el señalamiento que insiste en la desgracia. Al no existir suficiente difusión de prototipos de virtud, la desgracia se intensifica. ¿No es entonces adecuado combatir crisis sociales por medio de modelos a seguir? El discurso asertivo en términos del que sí, como sí, es mucho más eficaz que el discurso solitario de las prohibiciones. El sermón restrictivo, similar al de la domesticación de animales, resulta a menudo una vía directa para generar resistencias, y temores.

¿Cómo hacer visibles ideales a largo plazo, cuando se ha educado en la cultura de la alarma y la emergencia? Hoy por hoy, en una época en la que nos (des)informamos los unos a los otros, podríamos revertir ciertos vicios. La dispersión de información ociosa es la pandemia más antigua. En años recientes se acuñó el término “infodemia” para referirse a la propagación de información estéril, falsa o confusa, con o sin intención. Yo hablo de algo más, de la ausencia por ignorancia de transmisión de modelos formativos que realmente instruyan a una sociedad. Podríamos hablar entonces de “ignodemia”.

A propósito del final de año, y del recuento del tipo de datos que sugiero, es que concluyo con lo siguiente: un 31 de diciembre de 1899 nació Silvestre Revueltas, uno de los músicos más célebres de la historia de nuestro país. Nació en Santiago Papasquiaro, Durango, justamente un día de San Silvestre y último día del siglo XIX. Inicialmente, su acceso a la educación no fue precisamente privilegiado. Compositor, violinista y director de orquesta, hoy su obra sitúa a México en el mapa de la música clásica, y su figura inspira a músicos de toda Latinoamérica.