La palabra “concierto” refiere a haber “concertado” un encuentro, una cita cuya finalidad es provocar la reunión entre artistas con su público, o entre un público con sus artistas. En dicho acercamiento los asistentes perciben la música que emana de instrumentos o voces, accionados por intérpretes en un contexto presencial. Aquí, las frecuencias sonoras afectan la psique humana con emociones, sensaciones y toda clase de pensamientos y recuerdos propios de cada individuo. Ningún medio tecnológico, por avanzado que sea, ha suplantado esta experiencia. Hoy por hoy dichas plataformas actúan como “herramientas de aproximación” a la experiencia real. En tiempos de la pandemia que nos ocupa, y ante la imposibilidad de llevar a cabo de conciertos, dichos medios han podido, ciertamente, desahogar algunas funciones culturales, como el acceso a la información y a la educación.
El 16 de diciembre de 1770, hace dos siglos y medio, nació el gran Ludwig van Beethoven, y el mundo ha coincidido para celebrarlo por la vía que le viene mejor, aquella de los medios digitales. Dadas las circunstancias, su música se limita a sonar en servicios de streaming, redes sociales, blogs y distintas plataformas. A casi un año de conciertos cancelados en todo el planeta, algunos sectores reconocen echar de menos la música interpretada en vivo, pero además comienzan a pensar en ella como “extraña”.
Nunca antes en la historia de la música de concierto, el mundo había vivido un acuerdo implícito tal: aquel de celebrar a un solo compositor a lo largo de un año entero. Todas las temporadas sinfónicas de 2020 habrían estado dedicadas a la música de Beethoven, este gigante nacido en precarias condiciones en la ciudad de Bonn.
En el caso de las orquestas sinfónicas, no puedo pensar en ninguna que pasara inadvertida la víspera a la interpretación de las más maravillosas sinfonías que ha conocido el mundo. La sinergia construida entre todas las secciones de la orquesta y su director no puede expresarse con palabras. La serie de sinfonías, desde la primera hasta la novena, constituye el mejor entrenamiento técnico para un ensamble orquestal. En un sentido más abstracto, son un inmejorable medio colectivo para un grupo de artistas cuya esencia es el trabajo en equipo. No hay una sola orquesta que no mejore después de interpretar un buen Beethoven, un buen Haydn o un buen Mozart. Después de interpretar una sinfonía Beethoveniana el regreso a la realidad siempre es más lúcido, no importa lo que le siga, así sea, precisamente, una crisis social. Sus sinfonías hacen honor al origen de la palabra: lo unen todo, nos unen a todos.
En tiempos en que conmemoramos el 250 aniversario del gigante de Bonn, y desde lo imperceptible, surgió un nuevo virus que derribó un gran complejo de proyecciones y planes celebratorios. De entre las más diversas disciplinas, la gran música que nunca muere, que es inherente al espíritu humano, no sólo sobrevive, sino que emerge con urgencia existencial. Se equivocan los que piensan que agonizaba. No sólo nos falta, sino que ahora que lo sabemos, la necesitamos más que nunca. Suelo reflexionar continuamente acerca del porqué la gran música no muere, y en este ejercicio pienso frecuentemente en la música de Beethoven como el ejemplo idóneo. Las grandes obras trascienden espacio y tiempo; en este sentido, una gran obra de arte tiene vida propia y nos acompaña a todas las generaciones sucesivas a su creación. Nosotros dejamos este mundo, una gran obra no. Más allá de todo vaivén social, político o económico, el espíritu humano continuará ávido de los ejemplos virtuosos únicos que nos brinda el arte y los cuales nos inspiran a superar casi cualquier dificultad en la vida práctica.
Me atrevo a afirmar que tras experimentar un largo ayuno de los escenarios, es que los intérpretes regresaremos a nuestro ejercicio profesional con mucho más entendimiento. Creo que sucederá lo mismo con los públicos, quienes conscientes de tener un quehacer para con el arte, cubrirán mejor su función al provocar más que nunca su demanda, al asistir más que nunca a salas de conciertos y teatros.
Me atrevo a concluir que, habiendo experimentado el vacío del fenómeno estético vivencial, hemos aprendido a honrar mejor la memoria de Beethoven y con ella, la de otros varios titanes. Quizás intuíamos que bajo el efecto de su obra éramos mejores, ahora lo sabemos con certeza.
Durante este año que finaliza vivimos un largo homenaje a la gran música “por privación”. La disfrutamos por otros medios que sabíamos no podían sustituir la compleja experiencia de reunirnos en concierto. Encontramos sin embargo, otras maneras de acercarnos. A lo largo del 2020 y ante la pausa a la que nos obligó, se hizo posible un ejercicio de introspección y con ello, un homenaje diferente, una verdadera y muy real conmemoración.