Las historias de genuina camaradería entre artistas son de llamar la atención. Se trata de hechos de naturaleza ejemplar y escasa a la vez. Afortunadamente, la virtud de la generosidad no ha sido ajena a algunos grandes artistas. Es el caso de Virgilio, el mayor de los poetas latinos, nacido en el año 70 antes de nuestra era. Virgilio buscó el bienestar de un poeta prometedor, cinco años menor que él, de nombre Horacio, quien más tarde se consolidaría como otro gigante de las letras latinas. Por ese entonces, Cayo Mecenas (c. 70-8 a.C.), aquel noble benefactor romano, respaldó a Virgilio desde su juventud, posibilitó sus estudios y le encargó su segunda gran obra, las Geórgicas, que, escritas en cuatro libros, inmortalizan el nombre de Mecenas, mencionándolo cuatro veces. Mecenas, además de contar con riquezas materiales, podía influir en asuntos del imperio romano debido a su relación con el emperador Augusto, quien encargó a Virgilio su última obra, la obra capital de la literatura latina y poema nacional de los romanos: la Eneida. Como apunta Aurelio Espinosa Pólit (Quito, 1894-1961), traductor de la obra integral de Virgilio al castellano: “Virgilio, por merced providente de Mecenas y de Augusto, se vio defendido de las asperezas materiales de la existencia común, y pudo dedicarse sin embarazos a su misión de poeta, de pensador, de intérprete universal del hombre.”
En honor a Mecenas, la Real Academia de la Lengua (RAE) define el término “mecenazgo” como la “protección o ayuda dispensadas a una actividad cultural, artística o científica”, donde el que hace las veces de “mecenas” impulsa proyectos en los que incluso puede involucrarse, no sólo con apoyo de tipo económico, sino a través de gestiones diversas, bajo un ideal de compromiso con el arte y la sociedad.
El poeta Virgilio propició el encuentro entre Mecenas y Horacio, circunstancia que le permitió a éste último edificar una obra que ejerce una enorme influencia hasta nuestros días. Cayo Cilnio Mecenas creó un entorno adecuado para el florecimiento del genio latino de su tiempo. Garantizó una óptima calidad de vida para los varios artistas que impulsó, dotándolos de medios favorables para la creación. En el caso de Horacio, por ejemplo, le obsequió una finca fuera de Roma, en los Montes Sabinos, adonde podía retirarse a crear, especialmente durante la calurosa canícula de agosto, mes, por cierto, llamado así en honor a Augusto.
Este ejemplo de colaboración constituye un hecho digno de ser difundido. Resulta admirable que individuos de genio artístico, como Virgilio, den muestra de ser almas de la más alta estirpe.
En música, encontramos un ejemplo equiparable en el París del siglo XIX. El gran Franz Liszt, quien desde muy joven era reconocido como el mejor pianista de su tiempo, estaba por ofrecer en la Ciudad Luz, uno de sus acostumbrados recitales llenos de hechizo. La noche del concierto, el escenario de un elegante teatro permitía entrever las siluetas de un piano y su intérprete. La escasa luz de unas cuantas velas ofrecía una atmósfera íntima y de expectación. Con el sonido de las primeras notas, la figura del pianista fue esclareciéndose gradualmente con el fulgor sucesivo de las velas, que una a una, iban siendo encendidas por el tramoyero. Conforme la música se hacía más y más presente, el espacio se hacía más y más cálido por obra del ímpetu sonoro.
Bajo el embrujo lisztiano, cuando la luz de las velas alcanzó su plenitud, el rostro revelado del pianista produjo asombro y perplejidad: se trataba de un joven desconocido, incluso para el promotor del teatro. Esa noche el auditorio, conmocionado, ovacionó al intérprete que, como Horacio de Virgilio, recibía la llama de manos del más notable pianista de su tiempo, al que habría de suceder. A la mañana siguiente, todo París conoció el nombre de aquel joven: se trataba de Federico Chopin.
—De música se habla sin bemoles—