El arte occidental de los últimos mil años no ha podido sustraerse a la influencia avasalladora de la obra poética de Virgilio, Horacio y Ovidio, edificada aproximadamente en setenta años, durante la transición entre dos milenios. Ovidio, el último de los tres, nació en el año 43 a. C., a unos 120 kilómetros de Roma, y murió en Tomos, hoy Constanza, Rumania, en el 17 d. C. A su muerte se extinguía la llama poética de esta tríada irrepetible. Horacio había muerto veinticinco años antes, y Virgilio hacía treinta y cuatro.
Las “Metamorfosis” de Ovidio, escritas entre el año 1 y 4 d. C. es, plausiblemente, la obra más fecunda de la antigüedad, y la que mayor influencia ha ejercido en artistas posteriores. De entre algunas de las doscientas cuarenta y seis historias narradas en esta obra, ha emanado en el último milenio un torrente de obras plásticas, musicales, literarias, e incluso cinematográficas, como de ninguna otra obra literaria.
Ovidio narra la historia del mundo en 11,995 hexámetros, desde del origen, cuando del Caos surgieron los cuatro elementos, y hasta el reinado de Augusto, el emperador que se transfigura en estrella. Se trata de un extenso poema de carácter mitológico, épico y moral, integrado por historias fantásticas, leyendas y mitos distribuidos en quince libros. Para esta obra, Ovidio no optó por un protagonista, como lo hizo Homero en su “Ilíada” y en su “Odisea”, o como Virgilio en su “Eneida”, o siglos más tarde Dante en su “Divina Comedia”. El protagonista es una suerte de reflejo del lector mismo, quien como Narciso frente al espejo de agua, bajo un hechizo inesperado, ve en su imagen el enigma que nace y al instante se desvanece, o se perpetúa en un final inesperado, como le sucede a Pigmalión, el joven escultor que se enamora de Galatea, la escultura que ha creado a su semejanza.
De entre los múltiples dioses, semidioses, ninfas y todo tipo de personajes que integran las “Metamorfosis”, algunos resultan destinados a convertirse en inspiración a múltiples obras musicales durante los siglos que habrán de venir, óperas, ballets y obras sinfónicas y de cámara:
Dafne (libro 1); Perseo y Andrómeda, y Píramo y Tisbe (libro 4); Marsias (libro 6); Medea y Jasón (libro 7); Ariadna, Filemón y Baucis (libro 8); Hércules (libro 9); Pigmaleón, Adonis (libro 10); Orfeo y Eurídice (libros 10 y 11); Céix y Alcíone (libro 11); Ifigenia (libro 12); Acis y Galatea, (libro 13); y Eneas (libros 13 y 14).
En el siglo XVI, a casi 1600 años después de la creación de las “Metamorfosis”, el humanista Girolamo Mei (Florencia, 1519-Roma, 1594), recordó a un importante círculo de músicos y artistas italianos que la tragedia griega era mayormente cantada, una idea desafiante frente a la noción imperante de la tragedia como drama declamado. Dicho grupo, denominado la “Camerata Fiorentina”, patrocinado por el notable amante de las artes, el conde Giovanni Bardi, buscaba instaurar una forma teatral equiparable a la tradición griega. Se habló entonces de revestir con música episodios mitológicos, creando así el germen de la lírica actual, y el móvil para el nacimiento de la «ópera». En contraste con la música coral polifónica religiosa de los siglos XV y XVI, se interesaron por la voz solista, al modo del teatro griego. Por cierto, Vincenzo Galilei, padre del astrónomo, formó parte toral de esta sociedad de amantes de la música. En los albores renacentistas, aquel grupo no sólo buscaba la inspiración artística en torno del hombre, sino que, al igual que los luteranos más tarde, propiciaron una simplificación rítmica de la música coral, a fin de hacer más accesible al auditorio el texto cantado.
Fue el compositor Jacopo Peri (Roma, 1561 – Florencia, 1633), miembro de la esta “Camerata Fiorentina”, en la ciudad y en los tiempos efervescentes propiciados por los Medici, quien se convirtió en «el inventor de la ópera» —o el “melodramma”—. Encontró en el décimo libro de las “Metamorfosis” una temática ideal: Orfeo, el músico que con los encantos de su arte podría hechizar al guardián mismo de los infiernos, o bien a los dioses el Olimpo; y Eurídice, la ninfa a la que conquistó con su lira, y tras la cual descendió al Tártaro para rescatarla. Dicho mito fue, naturalmente, el más socorrido por compositores de los últimos cuatro siglos y lo que va del siglo XXI. Peri compuso “L’Euridice” y la estrenó en Florencia en 1600. Se trataba, en realidad, de su segunda ópera. Tres años antes había estrenado la ópera “Dafne”, presente también en la obra de Ovidio; sin embargo, la partitura se tiene por perdida. Un par de años después del estreno “L’Euridice” de Peri, Caccini estrenó una ópera del mismo nombre, y en 1607, Claudio Monteverdi estrenó su “L’Orfeo”, con libreto de su amigo Alessandro Striggio, quien habría de perecer en 1630, durante una de las pestes venecianas. Se cuenta que Monteverdi había asistido al estreno de la obra de Peri, y que también había asistido Vincenzo Gonzaga, el duque de Mantua, quien le pidió a Monteverdi una obra basada en el mismo mito. El joven compositor dio mayor importancia al balance de la música frente al texto, en contraste a Peri y Caccini, quienes habían concebido obras donde la palabra debía ocupar el plano preponderante. Por esta razón, algunos consideran la obra de Monteverdi la ópera verdaderamente inaugural.
En los siguientes años las figuras de Orfeo y de Eurídice dieron lugar a uno de los temas más recurrentes de la historia de la ópera hasta nuestros días. Entre 1600 y 2020 se cuenta con poco más de setenta óperas escritas bajo la misma temática, una cifra sin duda impactante. Entre ellas, se encuentran las aportaciones de Heinrich Schütz, (1638, si bien la música fue extraviada), Charpentier (1685), Lully (1690), Fux (1715), Telemann (1726), Graun (1752), Gluck (1762, para muchos, la ópera más trascendente en torno al mito orféico), Joseph Haydn (1791 —año del fallecimiento de Mozart, y estrenada 160 años después, en 1951, en Florencia—), Offenbach (1858), así como las óperas de cámara de los siglos XX y XXI de Milahud, Krenek, Casella, Schaeffer, Werner Henze, Glass, Birtwistle y, recientemente, la ópera de Aucoin, estrenada en 2020, en Los Angeles, California.
Es el mismo Ovidio, al final de su vida, quien recuerda las palabras que dirigió de joven a su padre, cuando se le solicitaba abandonar toda aspiración poética en pos de la carrera judicial: «Iuro, iuro, pater, nunquam componere versus quod temptabam scribere, versus erat»: “Lo juro, lo juro, padre, nunca más compondré versos, y sin embargo, todo lo que intentaba escribir resultaba verso”.
—De música se habla sin bemoles—