En el entramado literario de romances, el amor que nace en este mundo es sólo realizable en otra existencia.

 

Pareciera una constante para los jóvenes enamorados de las diferentes literaturas occidentales, que el varón enfrente una muerte prematura, y que, en consecuencia, la mujer, como un sino fatal, fallezca a fin de unírsele en un más allá. Las parejas proverbiales en este tema son: “Píramo y Tisme”, en el mundo antiguo; “Tristán e Isolda”, en el medioevo; “Romeo y Julieta”, durante los primeros atisbos del renacimiento; la mayoría de las cuales llegaron al mundo de la ópera a partir del siglo XVIII. A mediados del siglo XX encontramos su equivalencia en la pareja conformada por Tony y María, en la comedia musical “West Side Story”, la cual llegó al cine de forma inmediata.

La historia de Píramo y Tisbe fue llevada a la ópera por John Frederik Lampe en “Pyramus and Thisbe” (1745), por Johann Adolf Hasse y Marco Coltellini en “Pyramus and Thisbe” (1768), y por Benjamin Britten en “Midsummer´s Night Dream” (1960).

Romeo y Julieta llega a la ópera con “Giulietta e Romeo” (1825), con música de Nicola Vaccai y libreto de Felice Romani. Más tarde, Vincenzo Bellini tomó el mismo libreto y compuso  “I Capuleti e i Montecchi” (1830). La base del libreto fue la novela homónima de Luigi Da Porto (Vicenza, 1485-1529), la cual antecedió a la versión trágica del joven Shakespeare de 1587, quien además toma de otras fuentes, como el cuento “Los amantes de Verona”, de Mateo Bandello (Piamonte, c. 1480-Agen, 1560), inspirados a su vez en la amplia tradición de romances antiguos. Posteriormente, un nuevo libreto de Jules Barbier y Michel Carré da origen a una de las óperas con mayor presencia respecto al tema: se trata de “Roméo et Juliette”, del compositor Charles Gounod, estrenada en 1867 en el Théâtre-Lyrique Impérial du Châtelet. Una de las más celebradas arias para soprano, “Je veux vivre”, surge del primer acto, cuando Juliette, apenas una adolescente, está a punto de ser presentada al príncipe Paris. Ella confiesa no estar interesada en casarse con él, y canta su incontenible deseo de vivir su juventud, la cual no durará para siempre, si acaso “un día”.

De manera previa, en 1839 Héctor Berlioz había compuesto una esmerada sinfonía para 100 instrumentistas y 101 voces, que evoca la historia de los amantes de Verona. La partitura se vale de una gran orquesta sinfónica, un coro mixto, y tres voces solistas —aquellas de Romeo, Julieta y fray Lorenzo —, con una influencia evidente de la novena sinfonía de Beethoven, estrenada quince años antes. Esta grandilocuente sinfonía debió impresionar a Richard Wagner, quien estuvo presente en el estreno, y que años después compuso la ópera “Tristán e Isolda” (1859) en honor a otra de las grandes parejas de la literatura, la cual culmina también con la muerte de los dos amantes, donde Tristán, el varón, muere antes que ella. 

En el mundo sinfónico y de la danza, las contribuciones de Tchaikovsky y Prokofiev son emblemáticas. El primero con su obertura-fantasía “Romeo y Julieta” (1869), que Tchaikovsky compone a los 39 años de edad tras una decepción amorosa. En el siglo XX, Prokofiev compone sus suites de danzas sobre el tema, material a partir del cual se origina el ballet “Romeo y Julieta”, estrenado en el teatro Kirov de Leningrado en 1940, con libreto del dramaturgo Adrián Piotrovsky, y la coreografía de Leonid Lavrosvki.

En 1968, el director de cine Franco Zefirelli, experimentado también en la dirección de ópera y teatro, llevó al cine a Romeo y Julieta. Versiones posteriores son las del director Baz Lurhrman (Australia, 1962), filmada en la Ciudad de México, así como en las playas de Boca del Río, Veracruz, y Miami. La película, de 1996, fue protagonizada por Leonardo DiCaprio y Claire Danes. Este filme se desarrolla bajo una mirada postmoderna, donde la residencia de los Capuleto es nada menos que el Castillo de Chapultepec, y el templo de fray Lorenzo es la Iglesia del Purísimo Corazón de María, en la Colonia Del Valle de la capital mexicana. Se trata de un exotismo híbrido que oscila entre el contrabando del west, el cine noir, el urbanismo religioso, y los rastros de las gigantescas brechas sociales que caracterizan a megalópolis como la Ciudad de México, o a Río de Janeiro, donde se reúne ciudad, puerto y playa. A este esfuerzo cinematográfico le siguió, en 2013, la versión de Carlo Carlei (Italia, 1960), quien, tercero en la serie, aportó, como en un silogismo, la conclusión a dos premisas. Aún con diversas concesiones contemporáneas, recuperó la atmósfera histórica de la vieja Verona, al modo de Zefirelli, su connacional.

Sería una empresa inacabable trazar una genealogía de las mayores tragedias amorosas presentes en las Bellas Artes. A través de los distintos lenguajes del arte, los límites de la naturaleza humana, si es que estos pueden ser definidos, son puestos a prueba. Los diversos relatos fantásticos —el actuar de dioses o semidioses, de personajes heroicos, ficticios o históricos, o de seres humanos comunes— dan origen a un sinfín de obras que cantan al amor en formas tan antiguas y tan vigentes.