El 5 de enero de 2021 se cumplieron cinco años de la partida del gran Pierre Boulez, ese multifacético gigante que tomó uno de los principales lugares en la historia de la música de nuestros tiempos. Compositor, director de orquesta e incansable divulgador cultural, fue a la vez uno de los personajes que más ejercieron influencia en mi formación. Tuve el privilegio de conocerlo en Suiza, durante los cursos de dirección que comenzó a impartir once años antes de fallecer. Toda su vida se había rehusado a dar clases y desdeñaba tajantemente el sistema escolarizado tradicional. No en vano había sido expulsado del histórico Conservatorio de París tras objetar a un maestro en la clase de Fuga. Boulez afirmaba que el encuentro entre maestro y alumno debía ser breve e intensivo, si acaso de algunos días. En 2004 se hizo cargo de la Academia del Festival de Lucerna, uno de los mayores festivales musicales del mundo. En ese entonces yo estudiaba en los Países Bajos. Al enterarme de la convocatoria de 2005 para su clase maestra no dudé en aplicar. Cada aspirante elegido podría dirigir la Orquesta de la Academia del Festival, compuesta por jóvenes de una treintena de países provenientes de las mejores instituciones educativas. Todo esto bajo la guía de Boulez mismo, quien, en medio de una etapa de homenajes, cumplía 80 años de edad. De entre un centenar de concursantes, cuatro jóvenes fuimos elegidos: dos alemanes, un norteamericano y yo. Cuando lo supe no pude sino sentirme privilegiado y eufórico. Quise prepararme como nunca y revisar todas las bases de la música y de la técnica de la dirección como tales. Yo provenía de una tradición de dirección de coros, un mundo ciertamente distinto, pero que resultó una invaluable herramienta: solfear voz por voz, cantarlo todo, era la mejor manera de internalizar la “imagen sonora”. Sin embargo, debía prepararme con una perspectiva orquestal. Eché mano entonces de la mejor asesoría en la que podía pensar, consultando a tres enormes especialistas de la música nueva: Lucas Vis, quien sería posteriormente mi profesor principal en la Maestría en Dirección de Orquesta del Conservatorio de Ámsterdam; Ed Spanjaard, quien amablemente me abrió las puertas de su casa durante tres veranos; y Peter Eötvös, quien siempre mantuvo una intensa relación laboral en los Países Bajos donde yo radicaba.

Ya en Lucerna, durante la clase maestra, llegó mi turno de pasar al podio. Comenzamos con la  Suite Lírica de Alban Berg. En todas las ocasiones, Boulez me permitió interpretar largos pasajes sin detener la orquesta para hacer alguna observación. Llegado el final de una sección, suspendió el sonido con una señal firme. Se puso de pie y dirigió exactamente el mismo fragmento. Era evidente que quería mostrarme algo que no podía ser verbalizado; más allá de algo técnico: algo metafísico. «Interpretó» en todo el sentido de la palabra. Tras dirigir algunas páginas con semblante sobrio, cosechó el clímax que gradualmente había edificado, como si la partitura hubiese clamado por salir del papel. Con ambas manos, había moldeado una masa sonora que podía palparse, ¡eso debía ser dirigir! Al terminar volteó hacia mí, y me preguntó: “¿Viste cómo lo hice?” Ignoro qué pensó al notar que yo no era capaz de articular palabra alguna. Tres reveladoras conclusiones me tenían completamente abstraído. La primera: Boulez era un grande, y ahora entendía en qué dimensión; la segunda: la interpretación musical, en un sentido puro, no puede ser enseñada con palabras; la tercera: vivir esa experiencia estética era un obsequio para unos cuantos. Mientras yo tomaba un par de segundos más para volver del trance, Boulez continuaba dándome indicaciones. Había sucedido «el momento pedagógico», y era sólo el principio del curso. 

En esos días, acabadas las sesiones, y después de permanecer un par de semanas más para asistir a los legendarios ensayos y conciertos del Festival, regresé a Holanda. Me había graduado en composición en el Conservatorio Real de la Haya apenas un mes antes, y estaba por comenzar la maestría en dirección de orquesta en el Conservatorio de Ámsterdam. Lucerna fue un antecedente esencial para luego estudiar un año en el Conservatorio de París, y con ello poder dirigir en temporadas de orquestas profesionales con la que la institución tenía una relación bien articulada. Fueron siete años de preparación en el viejo continente. De entre todo ese periodo, la sencillez de Pierre Boulez, en combinación con su profunda identidad artística, constituyeron una de las lecciones de vida que más me han impactado. Él, esa leyenda viva, tomaba el autobús rumbo a la sala de conciertos, hacía fila en la cafetería del teatro, y disfrutaba comentar su más reciente logro profesional como un joven que comienza su carrera. Todo lo que hacía me aleccionaba.

Una frase que pronunció en esos días y que nunca olvidé: “Busquen la excelencia y la gente hablará de ustedes, bien y mal, es inevitable.”